Como Dumbledore con su pensadero, me interesa volcar los pensamientos que considero importantes en algún lugar. Uso este blog para no olvidarlos, para recurrir a ellos de forma más explícita y menos distorsiva que en la mente misma, y también para compartirlos. Aunque no escribo específica ni únicamente sobre educación, soy maestra y educadora de alma, y este tinte estará presente en todas y cada una de mis palabras.
Así, los dejo flotando en el ciberespacio y en la posibilidad de cada uno de adueñarse de estos pensamientos, sin la necesidad de una varita mágica, pero con el requerimiento de una suspicacia particular.



lunes, 29 de agosto de 2011

El espejo de la niñez


“Queda tan lejos volverse a ver
En el espejo de la niñez
Ay, qué difícil es mirar con sencillez…”
(M. E. Walsh, “Había una vez”)


Todos fuimos niños alguna vez. Y, más allá del lugar común en el que solemos caer (“todos tenemos un niño adentro”), sucede que ese niño aparece más frecuentemente de lo que pensamos.

Hoy creo haber comprendido que el sentido de la vida, en muchos aspectos, pasa por reconocer y aceptar ese “niño interior”, mantenerlo guardado realmente adentro cuando es necesario, dejarlo atrás en algunos casos, y no dejar que aparezca con sus actitudes y emociones infantiles.


A continuación voy a desarrollar algunos puntos que avalan esta mirada. Ustedes dirán si todo esto es tan revelador como a mí me parece.


Soy caprichosa. Admitirlo es un gran avance en mi proceso de autoconocimiento y reflexión. En mi proceso de “maduración”. El paso que sigue sería dejar de serlo.
Los niños son caprichosos, por naturaleza. Son caprichosos porque son impulsivos; son impulsivos porque no pueden lograr que medie un pensamiento antes de accionar o reaccionar. Por eso pegan. Por eso gritan y se enojan cuando no tienen lo que quieren. A nosotros nos parece irracional. Nos parece un capricho. Lo es, desde nuestro punto de vista, pero el niño no lo vive así, se justifica y se enoja aún más cuando lo tildamos de caprichoso, porque no conoce otra manera de hacer las cosas; no ha crecido y madurado en ese sentido y siente realmente que tiene razón. Cuando me encapricho pienso lo mismo y no puedo salir de eso.

Me cuesta aceptar límites. Me gusta desafiarlos, romperlos. Siento una especie de shock de adrenalina inigualable cuando lo hago. Sacando lo de la adrenalina, que es ya una expresión más elaborada y filosófica, todo lo que dije antes puede ser directamente extraído de un informe de sala de 4 años, con la diferencia de que está dicho en primera persona. Originalmente mi maestra de Jardín de Infantes lo diría así: “Le cuesta aceptar límites. Se muestra desafiante; tiende a romperlos”. Lo que pasa es que no estoy en Jardín, hace rato abandoné la sala de 4.

Trabajo constantemente con la tolerancia a la frustración. No me gusta estar mal, frustrarme porque algo no me salió como creía; casi siempre prefiero escapar de ese estado, taparlo, no tolerarlo ni transitarlo. Cuando algo no me resulta, pienso que “no puedo”, que quizás “no es para mí”, que “nunca voy a poder lograrlo”. Me enojo y me frustro. A veces no soporto no tener todo lo que quiero y como lo quiero.
La primera frustración que un bebé recién nacido tiene que tolerar, es la ausencia de la teta y la leche materna, entre comida y comida. Al principio, esa ausencia se reduce al mínimo: la mamá responde casi inmediatamente al pedido del bebé con hambre y lo calma, amamantándolo. Con el paso del tiempo, esos períodos de ausencia de alimento comienzan a extenderse, la vida del bebé pasa por otras cosas más que únicamente por llorar y comer, y ese niño tiene que empezar a comprender que “ya llegará” lo que quiere. Tiene que aprender a aguantar y a tolerar ese estado de ansiedad y frustración que le produce la espera. Como maestra jardinera sé que uno de los mayores aprendizajes que es conveniente se alcance en edades tempranas, es la tolerancia a la frustración. Se trata de fortalecer ese primer vínculo bebé-mamá por el que todo chico transita y en el que es tan vulnerable. No les damos a los chicos todo lo que quieren y cuando lo quieren, para que aprendan que en la vida existen las frustraciones y los desengaños, y no tienen más que tolerarlos y buscar la forma de sobreponerse. Les mostramos que hay alternativas cuando parece que no hay salida, les sugerimos que se den tiempo, que se relajen, que respiren profundo, fomentamos distintas maneras de lograr objetivos porque sabemos que todos somos diferentes y todos podemos; que nadie es mejor que otro.; que hay que esforzarse y encontrarle la vuelta a las cosas.
Tolerar la frustración alimenta la autoestima y ayuda a hacer frente a las presiones; nos hace más resilientes.
Pongo en evidencia mi costado más débil y aniñado cuando no tolero la frustración.

Tengo algunas actitudes que denotan una necesidad de satisfacción inmediata. Esto tiene mucho que ver con lo que expliqué acerca de tolerar la frustración, de bancarse un malestar, de aprender a posponer o aceptar un resultado no esperado. No lo quiero soportar, entonces, busco descargas alternativas de mi enojo, tristeza o angustia, que nada tienen que ver con lo que me está pasando ni ayudan realmente a solucionarlo o a hacerme sentir mejor.
La inmediatez es una de las características de todo ámbito escolar, junto con la pluridimensionalidad, la simultaneidad, la impredictibilidad y otras. Hace ya diez años que egresé y en algunas cuestiones puntuales recién ahora estoy aprendiendo a posponer la satisfacción de mis necesidades, a buscar la mejor y más sana manera de darles respuesta, y no reaccionar impulsiva e irracionalmente.


Finalmente, un último paralelismo entre la infancia y la adultez; una última descripción de episodios donde nuestro “niño interior” se activa con inesperada intensidad. Me refiero a lo siguiente: a veces, cuando atravesamos una situación conflictiva, pasamos un mal momento, nos sentimos vulnerables y necesitamos una mano amiga. Al encontrarla, tomamos prestadas herramientas, energía, optimismo y soluciones de otras personas, que nos quieren y nos ayudan de esa manera. Las incorporamos, de a poco, en un proceso de andamiaje que transitamos con esas personas “fuertes”, que nos sostienen y andamian a nosotros, “débiles” e “indefensos” en esas circunstancias. En mi opinión, esto se asemeja al proceso de aprendizaje por el que pasan los niños a lo largo de sus etapas de crecimiento; van desarrollando sus habilidades y funciones psicológicas superiores en interacción con adultos o pares relevantes que les “prestan” recursos de los cuales aún no disponen, para que los vayan haciendo propios. De esta manera, el aprendizaje es primero interpersonal y luego intrapersonal, y es así como Vigotsky explica que el chico madura, aprende y se fortalece en el vínculo con otro significativo.
Cuando no me siento bien, estoy angustiada o deprimida, no encuentro la salida hasta que no aparece algo o alguien que ocupa ese rol de “otro significativo” que me proporciona puentes para cruzar el abismo; sogas para salir de la zona empantanada de los pensamientos negativos y las malas sensaciones en el pecho; redes de contención para no caer aún más. El proceso de superación y “rehabilitación emocional” de estas situaciones transcurre en la incorporación de los puentes, las manos y las redes, haciéndolos propios y pudiéndolos usar en futuras situaciones que atraviese, donde aquel “otro” estará presente pero ya sólo simbólicamente.

Hoy creo haber comprendido que el sentido de la vida, en muchos aspectos, pasa por reconocer y aceptar a nuestro “niño interior”, mantenerlo guardado realmente adentro cuando es necesario, dejarlo atrás en algunos casos, y no dejar que aparezca con sus actitudes y emociones infantiles.

No es casual que se diga que la vida es un proceso en el que, se supone, debemos “madurar”. Que lleguemos a la vejez y la nombremos “madurez”.