Como Dumbledore con su pensadero, me interesa volcar los pensamientos que considero importantes en algún lugar. Uso este blog para no olvidarlos, para recurrir a ellos de forma más explícita y menos distorsiva que en la mente misma, y también para compartirlos. Aunque no escribo específica ni únicamente sobre educación, soy maestra y educadora de alma, y este tinte estará presente en todas y cada una de mis palabras.
Así, los dejo flotando en el ciberespacio y en la posibilidad de cada uno de adueñarse de estos pensamientos, sin la necesidad de una varita mágica, pero con el requerimiento de una suspicacia particular.



miércoles, 28 de diciembre de 2011

Preservar la induvidualidad

“Los hermanos sean unidos
Porque esa es la ley primera
Tengan unión verdadera
En cualquier tiempo que sea
Porque si entre ellos pelean
Los devoran los de ajuera”

(Martín Fierro)

Hace un tiempo tengo algunas ideas en la cabeza que me generan inquietud. Creo que este es el espacio propicio para ponerlas en palabras y, por lo tanto, ordenarlas. Es fuerte escribir o decir un pensamiento, pero es la forma de hacerlo presente, de darle vida, de que exista.

El vínculo entre hermanos es muy especial. Como todo vínculo familiar, es de carácter incondicional. Más allá de los avatares de la vida, de las peleas, de las distancias o de las crisis, este vínculo es inquebrantable y resiste. El lazo entre hermanos es particularmente estrecho. Y esto va más allá de lo bien o mal que se lleven entre sí. Es una fuerza que supera y envuelve la cotidianeidad, que hace que sintamos amor y admiración por ese otro (hermano), que sintamos en carne propia su dolor y demos nuestra vida por la de él si es necesario.

Personalmente creo que quien no tiene hermanos es alguien se está perdiendo de algo en la vida. Por favor no se ofendan quienes se sientan tocados. No digo que por eso va a ser peor persona o más limitado. Creo que tener uno o varios hermanos te enseña y te pone en un lugar que, con todos sus pros y sus contras, es irremplazable. Seguramente ser hijo único también, pero no soy quién para hablar de ello así que prefiero abocarme a lo otro.

Tenemos, entonces, una dupla de hermanos (puede reflejarse en esta imagen la relación entre más de dos, si se quiere) que viven bajo el mismo techo y tienen algunos años de diferencia. La fluidez e intensidad de la relación entre ellos puede variar según el carácter de cada uno, según el momento de la vida de cada cual, según pasen los años para ambos, según el tiempo que pasen juntos o separados, y, principalmente, según las costumbres familiares y el discurso y valores que directa e indirectamente les transmitan los padres.

¿Los padres? ¿Por qué?

Difícilmente los hijos se lleven bien, aprovechen, valoren y expriman los vínculos entre sí si sus padres no se llevan bien con sus propios hermanos, si no los tratan bien a ellos (los hijos), si no se llevan bien entre sí…

Sí, lamentable o afortunadamente, la sana unión entre hermanos depende de estas y otras cosas.

¿Por qué lamentablemente?

Porque entonces existen casos en que los chicos se pierden de transitar todo este amor fraternal del que estoy hablando, gracias a este tipo de factores (ajenos a ellos, pero que los condicionan y determinan siendo chicos y no pudiendo ni sabiendo decidir por sí mismos).

¿Por qué afortunadamente?

Porque sabiéndolo, no podemos mirar para otro lado. Tenemos que hacernos cargo como padres y usar estas “armas” para el bien de nuestros hijos, para que crezcan en un ambiente cuidado, feliz y sanamente compartido entre hermanos.

De muchas formas es, entonces, responsabilidad de los padres cuidar y alimentar la relación entre sus hijos (la fraternidad naturalmente dada entre ellos).

Una de las formas de hacerlo es preservando su individualidad.

¿Cómo sería?

Parece paradójico: queremos incentivar su socialización, su relación con un otro (hermano), sus aspectos vinculares, su capacidad de compartir y la forma de hacerlo es, dijimos, preservando su individualidad. La vida está llena de paradojas, contradicciones e inexplicables.

En este caso, se reivindica este antónimo social-individual / compañía-soledad como un ida y vuelta necesario y enriquecedor, que conviene conocer, aceptar y fomentar.

¿A qué me refiero y a qué quiero llegar, concretamente?

La relación entre los hijos y, por decantación, la relación de cada hijo con sus padres, su vínculo con pares, su conducta en general, mejora notablemente si creamos, respetamos y sostenemos un “espacio” para cada uno de ellos.

Un “espacio” en el corazón de la mamá y del papá sólo para él/ella. No para su hermano/a. Y otro para su hermano/a.

Un “espacio” en la casa, teniendo cada cual su habitación propia, sus juguetes, su ropa (y, por favor, no TODA heredada de sus hermanos mayores).

Un “espacio” para jugar con sus amigos o sus primos mientras el hermano/a se queda en casa… aunque se queje.

Un “espacio” y un tiempo para recibir regalos, al menos en su cumpleaños, sin la necesidad de que su hermano/a TAMBIÉN reciba, para que no se sienta mal (y haga un berrinche)…

Un “espacio” en nuestra semana para dedicarle al juego con él/ella, y OTRO para el juego con él/ella y sus hermanos/as. Esto quiere decir, que si estoy jugando con uno y viene el otro y se suma, ¡no lo dejo! Y esto no es por ser mala madre o mal padre. Quizás lo dejo algunas veces. Pero otras veces le pido que se busque otra cosa para hacer, porque ahora estoy jugando con su hermano/a. Y luego, me acerco a él/ella y le digo que es SU turno de jugar con mamá/papá.

Y así, en un sinfín de acercamientos y sana distancia que preserva el ser esencial, individual, interno de cada chico, que necesita atención exclusiva para formar su subjetividad, convertirse en una persona íntegra y social.

Mejoran enormemente las relaciones de ese niño/niña que tuvo sus “espacios”, las relaciones con sus padres, con sus amigos, con gente desconocida, con sus hermanos (tema de esta nota), si hacemos a un lado ideas como: que tienen que estar siempre juntos porque son hermanos, que todo lo que es de uno es de otro, que tienen que hacer las mismas actividades porque son hermanos y si uno no las hace puede ponerse mal, que tienen que compartir la mayor cantidad de tiempo posible porque se llevan bien, se quieren y se extrañan cuando están lejos…

Son todas frases, pensamientos y sensaciones que existen en los hogares, se instalan y los invaden. Además, sobrecargan emocionalmente a los chicos, depositarios de todas esas erróneas ideas, sin herramientas para procesarlas.

Sé perfectamente que es mucho menos trabajo hacer las cosas de esta manera (todo juntos) en vez de preservar la individualidad de cada uno con pequeños actos y decisiones de todos los días. Estos actos y decisiones (no tan pequeños) llevan tiempo, consumen energía y hasta nos llevan a tener que aguantar algún capricho del hermano que quiere tener sus cinco minutos de fama cuando hay otro en el centro de la escena.

A los padres les cuesta cada vez más hacerse cargo de la crianza de sus hijos contemplando todas estas cuestiones. A veces porque no se dan cuenta. A veces porque se ven sobrepasados por las condiciones de vida actuales y particulares de cada uno. A veces porque tienen demasiados hijos. A veces porque no tienen herramientas suficientes para encarar una tarea semejante. Muchas veces porque no se ponen de acuerdo en los criterios básicos de crianza entre sí (padre y madre) y recaen en peleas o discusiones y mensajes incoherentes hacia sus hijos, que es lo peor que pueden hacer. A veces por una suma de todas las razones anteriores. Algunas veces, porque es más fácil hacer las cosas de otra manera; resulta más cómodo. Pero esa comodidad es sólo aparente.

Es cierto que:

-          Cuando les doy atención a ambos juntos, siempre juntos, no tengo que aguantar los pataleos de ningunos por querer llamar la atención…
-          - Facilito la dinámica familiar llevando y trayendo a los chicos a todos lados juntos…
-          Predico el amor fraternal cuando mando al hermano/a a la casa de la abuela/o que invitó a uno de los nietos ese día, para que no se sienta triste y excluido… y hasta le digo al invitado real que sea buen hermano, que a él/ella no le gustaría que le hagan eso, y genero un poco de culpa en él/ella.
-          Creo que soy una madre o padre igualitario y democrático si anoto a ambos en natación, porque si a uno le gusta esa actividad seguro que el otro lo va a querer hacerla también…

Pero, a largo plazo, seguramente tendré que lidiar con chicos que:

-          No sepan esperar, no toleren la frustración y no valoren intensamente lo que se les da, porque siempre que quisieron algo se les dio y nunca tuvieron ese tiempo ganado para sí solos.
-          Se peleen en viajes y traslados porque los sobre-exigimos y sobrecargamos de tiempo con otros y no les damos oportunidad de conocerse estando solos, entretenerse y explorar ese mundo, que también tiene sus ventajas.
-          Se sientan defraudados y desilusionados porque no pudieron disfrutar a solas de tiempo con su abuelo/a, que los había invitado a la casa a dormir o a hacer un programa exclusivamente entre abuelo/a y nieto/a, sintiéndose los reyes por un día… lo cual puede traer consecuencias a nivel personal y emocional en ese niño (no pudieron ser los reyes con el abuelo/a y carecen de reconocimiento y apoyo de sus padres, que en vez de preservar su individualidad, mandaron a su hermanito/a con ellos, porque “pobrecito, se angustió al ver que él/ella no iba y el otro/a sí”).
-          No hayan formado el propio gusto y placer por distintas actividades y lo tengan que hacer de grandes, sintiéndose ya seguramente frustrados o dolidos porque en su infancia no se les dio esta oportunidad, cuando en realidad es el mejor momento para hacerlo. U odien la natación porque los obligaron a hacerla de chicos, esos padres despiadados que solo miraban su ombligo y no les dieron lugar a decidir nada, ni lo que sí podían decidir ya a sus cortas edades.


Estos son tan solo algunos ejemplos del daño que se les causa a los hijos perdiendo de vista que son personas individuales y deben ser respetadas como tales. Parece drástica la conclusión y el mensaje de estas líneas, pero es real y serio el tema. Todos podemos hacer las cosas bien, como adultos, como padres, sin importar cuán ocupados estemos, cuánto sepamos de educación, cuán difícil sea nuestra vida o haya sido nuestra infancia. Podemos hacer pequeños cambios en el día a día, con el fin de acercarnos a nuestros hijos y permitirles crecer en un ambiente de cariño, cuidado y contención. El primer paso es reconocer una o varias de las cuestiones que desarrollé, poder reconocerse débiles quizás en algunos de estos puntos, tener la intención de modificar ciertas acciones y hábitos que no son los mejores, que probablemente se nos han estado yendo de las manos y nos llevaron a bajar los brazos. Nunca es tarde para empezar a dar lo mejor de nosotros a estas nuevas generaciones que trajimos al mundo y merecen una vida digna y amorosa.

martes, 25 de octubre de 2011

“Efecto Pigmalión” y estigmatización -ó- disertación acerca de la normalidad

“Cuenta la leyenda que Pigmalión, rey de Chipre y escultor, no encontraba a la mujer que se acercara a su ideal de perfección femenina.
Cansado de buscar, esculpió en marfil a Galatea, su ideal de mujer. Su estatua era tan bella y perfecta que Pigmalión se enamoró de ella tanto que la besaba y la vestía con preciosas telas.
Pigmalión suplicó a Venus, la desea del amor, que su estatua cobrara vida para ser correspondido. Cuando volvió a casa, observó que la piel de la estatua era suave. Besó a Galatea y ésta se despertó y cobró vida, convirtiéndose en la deseada amada de Pigmalión”.


Hoy en día, se utiliza la expresión “efecto Pigmalión” para describir cuando las expectativas y creencias de una persona sobre otra afectan a esta de tal manera que tiende a confirmarlas.

Este efecto puede ser “positivo” o “negativo”. Del mismo modo que el desprecio por alguien puede convertirlo en despreciable, la confianza en una persona puede hacerla sentir tan segura de sí misma que se lleve por delante el mundo.

Quien me convierte en despreciable o en valiente no es cualquiera que me mira y me juzga. No vamos por la vida sintiéndonos afectados y constituyendo nuestra subjetividad y nuestro camino por lo que otros piensan y dicen de nosotros. Esos “otros” son “otros” significativos; adultos que nos “marcan” cuando somos chicos, porque ocupan un rol esencial en nuestras vidas.

Quisiera referirme a padres y especialmente a docentes.

El fenómeno “Pigmalión” se complementa con el concepto de Robert K. Merton de profecía autocumplida o autorrealizada, que deriva del “teorema de Thomas”: Si una situación es definida como real, esa situación tiene efectos reales.

Esto quiere decir que no reaccionamos simplemente a las situaciones, sino también (y sobre todo), a la manera en que percibimos tales situaciones y al significado que les damos a las mismas. Una vez que nos convencemos a nosotros mismos de que una situación tiene un cierto significado (más allá de que realmente lo tenga) adecuaremos nuestra conducta a esa percepción, con consecuencias en nuestra vida real.

¿Y cómo se construye nuestra percepción, nuestro sentido de la realidad? Freud decía algo así: lo que el sujeto percibe como real, es real ya desde el momento en que lo percibe así. Esta teoría se complejiza y enriquece al observar que esa realidad se construye no solo por lo que el propio sujeto percibe, sino por lo que “otros” perciben del sujeto como tal.


Como padres resulta muy difícil no depositar expectativas y deseos propios en los hijos. Es casi un mecanismo natural e inevitable. Es algo positivo, en última instancia, dado que los padres creen conocer y saber lo que es bueno (porque lo experimentaron ellos mismos) y quieren transferirlo a sus hijos (olvidando muchas veces que son seres separados, independientes, vidas distintas). Conviene tenerlo presente y no permitir que sea la única forma en que nos relacionemos con ellos. Conviene aplacar esta tendencia, principalmente para experimenten libertad de elección en sus vidas y, como adultos, acompañarlos sin presionarlos.

Es pertinente aquí recordar algunos fragmentos de la canción “Esos locos bajitos” de Joan Manuel Serrat (y permitir que la emoción nos invada):

“…Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma,
con nuestros rencores y nuestro porvenir…”

“…Nos empeñamos en dirigir sus vidas
sin saber el oficio y sin vocación.
Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones
con la leche templada
y en cada canción...”

“…Nada ni nadie puede impedir que sufran,
que las agujas avancen en el reloj,
que decidan por ellos, que se equivoquen,
que crezcan y que un día
nos digan adiós...”

También sucede que a veces los padres desconfían y descreen de sus hijos. Me animo a decir que esto sería algo así como el “efecto Pigmalión negativo” en el seno familiar. Esto es injustificable, a mi parecer, y produce consecuencias muchas veces irreversibles; un estigma con el que esos niños deben cargar toda la vida.

¿Quiénes creemos que somos para desacreditar a un hijo, despreciar lo que hace o lo que es, no apostar a sus sueños y a su futuro? Evidentemente se juega en estas situaciones una concepción enfermiza y omnipotente del ser humano y del ser padre.


El “efecto Pigmalión” (negativo), estigmatización y profecía autorrealizada son muchísimo más comunes de lo que se cree dentro de las escuelas.

Según Goffman, cuando estigmatizamos a alguien dejamos de verlo como una persona total y corriente para desacreditarlo ampliamente. El estigma recibe a veces también el nombre de falla, defecto o desventaja y siempre quiere confirmar la “normalidad” de otro que se contrapone.

No todos los atributos indeseables son tema de discusión; únicamente lo son aquellos que difieren de nuestro estereotipo acerca de cómo debe ser determinado individuo.   

Son constantes los comentarios de docentes “etiquetando” chicos, encasillándolos en un rol determinado, juzgándolos y sacando conclusiones apresuradas a partir de indicadores débiles y parciales. A veces esto queda en un sencillo y para nada malintencionado comentario entre colegas. Pero otras veces trasciende esa levedad y, queramos o no, tiene incidencia directa en la trayectoria escolar del niño en cuestión. Debemos hacernos cargo de esto, tener cuidado con las palabras, no menospreciar el poder que tienen.

Si no lo hacemos, corremos el riesgo de habitar una escuela que se vuelve expulsiva, estructurada, naturalizada, inamovible, homogeneizante; que olvida sus funciones democráticas e igualitarias.

¿Quién más adecuado que el maestro o maestra para creer en el chico, aceptarlo tal cual es, reconocer e incentivar sus virtudes y fortalezas para contrarrestar y minimizar sus debilidades? Si no lo hacemos nosotros, maestros, ¿quién si no? ¿Cuándo? ¿Dónde si no en la escuela?

Pienso que es un deber de los docentes reconocer el fenómeno de la estigmatización, conocerlo y detectarlo, si aparece, para evitarlo completamente. Aceptar que la normalidad no existe. Renovar una y otra vez nuestra esperanza en aquel niño que nos decepcionó. Re-significar nuestra concepción acerca de tal niño que nos desorientó. Reinventar nuestras expectativas hacia ese niño que se escapó del mapa de lo que esperábamos.

Pienso que es una obligación de los docentes utilizar el conocido y realmente cierto “efecto Pigmalión” en forma positiva, apostando a los alumnos, a todos ellos, mucho más allá de sus diferencias físicas, espirituales, ideológicas, sociales, conductuales, rozando sus almas y esencias que valen y deben ser reconocidas y valoradas para florecer.

Creer, aceptar y valorar al niño no significará necesariamente que ese niño se vuelva fuerte, exitoso, emocionalmente estable. ¿Qué cree y ve ese niño en sí mismo? ¿Y su familia? ¿En qué contexto se crió y se desarrolla? ¿Qué experiencias lo marcan y lo marcaron a lo largo de su vida? Son muchos los factores que influirán en ese chico para que sea lo que vaya a ser. Pero eso no nos habilita a resignarnos y no hacer nada al respecto. Creyendo, aceptando y valorando podemos estar SEGUROS de que estamos ofreciendo a ese niño la oportunidad que merece de que se vuelva fuerte, exitoso en lo que desee y emprenda, emocionalmente estable y resiliente para enfrentar adversidades.

No hay escuela más igualitaria y equitativa que aquella que, desprejuiciadamente, recibe y enseña a todos los niños como iguales en sus derechos y obligaciones (como ciudadanos) y diversos en su calidad de seres humanos (una escuela inclusiva, flexible en cuanto a sus reglas y su gramática, capaz de contener y brindar una educación de calidad a todos los niños y niñas que a ella asistan).

lunes, 29 de agosto de 2011

El espejo de la niñez


“Queda tan lejos volverse a ver
En el espejo de la niñez
Ay, qué difícil es mirar con sencillez…”
(M. E. Walsh, “Había una vez”)


Todos fuimos niños alguna vez. Y, más allá del lugar común en el que solemos caer (“todos tenemos un niño adentro”), sucede que ese niño aparece más frecuentemente de lo que pensamos.

Hoy creo haber comprendido que el sentido de la vida, en muchos aspectos, pasa por reconocer y aceptar ese “niño interior”, mantenerlo guardado realmente adentro cuando es necesario, dejarlo atrás en algunos casos, y no dejar que aparezca con sus actitudes y emociones infantiles.


A continuación voy a desarrollar algunos puntos que avalan esta mirada. Ustedes dirán si todo esto es tan revelador como a mí me parece.


Soy caprichosa. Admitirlo es un gran avance en mi proceso de autoconocimiento y reflexión. En mi proceso de “maduración”. El paso que sigue sería dejar de serlo.
Los niños son caprichosos, por naturaleza. Son caprichosos porque son impulsivos; son impulsivos porque no pueden lograr que medie un pensamiento antes de accionar o reaccionar. Por eso pegan. Por eso gritan y se enojan cuando no tienen lo que quieren. A nosotros nos parece irracional. Nos parece un capricho. Lo es, desde nuestro punto de vista, pero el niño no lo vive así, se justifica y se enoja aún más cuando lo tildamos de caprichoso, porque no conoce otra manera de hacer las cosas; no ha crecido y madurado en ese sentido y siente realmente que tiene razón. Cuando me encapricho pienso lo mismo y no puedo salir de eso.

Me cuesta aceptar límites. Me gusta desafiarlos, romperlos. Siento una especie de shock de adrenalina inigualable cuando lo hago. Sacando lo de la adrenalina, que es ya una expresión más elaborada y filosófica, todo lo que dije antes puede ser directamente extraído de un informe de sala de 4 años, con la diferencia de que está dicho en primera persona. Originalmente mi maestra de Jardín de Infantes lo diría así: “Le cuesta aceptar límites. Se muestra desafiante; tiende a romperlos”. Lo que pasa es que no estoy en Jardín, hace rato abandoné la sala de 4.

Trabajo constantemente con la tolerancia a la frustración. No me gusta estar mal, frustrarme porque algo no me salió como creía; casi siempre prefiero escapar de ese estado, taparlo, no tolerarlo ni transitarlo. Cuando algo no me resulta, pienso que “no puedo”, que quizás “no es para mí”, que “nunca voy a poder lograrlo”. Me enojo y me frustro. A veces no soporto no tener todo lo que quiero y como lo quiero.
La primera frustración que un bebé recién nacido tiene que tolerar, es la ausencia de la teta y la leche materna, entre comida y comida. Al principio, esa ausencia se reduce al mínimo: la mamá responde casi inmediatamente al pedido del bebé con hambre y lo calma, amamantándolo. Con el paso del tiempo, esos períodos de ausencia de alimento comienzan a extenderse, la vida del bebé pasa por otras cosas más que únicamente por llorar y comer, y ese niño tiene que empezar a comprender que “ya llegará” lo que quiere. Tiene que aprender a aguantar y a tolerar ese estado de ansiedad y frustración que le produce la espera. Como maestra jardinera sé que uno de los mayores aprendizajes que es conveniente se alcance en edades tempranas, es la tolerancia a la frustración. Se trata de fortalecer ese primer vínculo bebé-mamá por el que todo chico transita y en el que es tan vulnerable. No les damos a los chicos todo lo que quieren y cuando lo quieren, para que aprendan que en la vida existen las frustraciones y los desengaños, y no tienen más que tolerarlos y buscar la forma de sobreponerse. Les mostramos que hay alternativas cuando parece que no hay salida, les sugerimos que se den tiempo, que se relajen, que respiren profundo, fomentamos distintas maneras de lograr objetivos porque sabemos que todos somos diferentes y todos podemos; que nadie es mejor que otro.; que hay que esforzarse y encontrarle la vuelta a las cosas.
Tolerar la frustración alimenta la autoestima y ayuda a hacer frente a las presiones; nos hace más resilientes.
Pongo en evidencia mi costado más débil y aniñado cuando no tolero la frustración.

Tengo algunas actitudes que denotan una necesidad de satisfacción inmediata. Esto tiene mucho que ver con lo que expliqué acerca de tolerar la frustración, de bancarse un malestar, de aprender a posponer o aceptar un resultado no esperado. No lo quiero soportar, entonces, busco descargas alternativas de mi enojo, tristeza o angustia, que nada tienen que ver con lo que me está pasando ni ayudan realmente a solucionarlo o a hacerme sentir mejor.
La inmediatez es una de las características de todo ámbito escolar, junto con la pluridimensionalidad, la simultaneidad, la impredictibilidad y otras. Hace ya diez años que egresé y en algunas cuestiones puntuales recién ahora estoy aprendiendo a posponer la satisfacción de mis necesidades, a buscar la mejor y más sana manera de darles respuesta, y no reaccionar impulsiva e irracionalmente.


Finalmente, un último paralelismo entre la infancia y la adultez; una última descripción de episodios donde nuestro “niño interior” se activa con inesperada intensidad. Me refiero a lo siguiente: a veces, cuando atravesamos una situación conflictiva, pasamos un mal momento, nos sentimos vulnerables y necesitamos una mano amiga. Al encontrarla, tomamos prestadas herramientas, energía, optimismo y soluciones de otras personas, que nos quieren y nos ayudan de esa manera. Las incorporamos, de a poco, en un proceso de andamiaje que transitamos con esas personas “fuertes”, que nos sostienen y andamian a nosotros, “débiles” e “indefensos” en esas circunstancias. En mi opinión, esto se asemeja al proceso de aprendizaje por el que pasan los niños a lo largo de sus etapas de crecimiento; van desarrollando sus habilidades y funciones psicológicas superiores en interacción con adultos o pares relevantes que les “prestan” recursos de los cuales aún no disponen, para que los vayan haciendo propios. De esta manera, el aprendizaje es primero interpersonal y luego intrapersonal, y es así como Vigotsky explica que el chico madura, aprende y se fortalece en el vínculo con otro significativo.
Cuando no me siento bien, estoy angustiada o deprimida, no encuentro la salida hasta que no aparece algo o alguien que ocupa ese rol de “otro significativo” que me proporciona puentes para cruzar el abismo; sogas para salir de la zona empantanada de los pensamientos negativos y las malas sensaciones en el pecho; redes de contención para no caer aún más. El proceso de superación y “rehabilitación emocional” de estas situaciones transcurre en la incorporación de los puentes, las manos y las redes, haciéndolos propios y pudiéndolos usar en futuras situaciones que atraviese, donde aquel “otro” estará presente pero ya sólo simbólicamente.

Hoy creo haber comprendido que el sentido de la vida, en muchos aspectos, pasa por reconocer y aceptar a nuestro “niño interior”, mantenerlo guardado realmente adentro cuando es necesario, dejarlo atrás en algunos casos, y no dejar que aparezca con sus actitudes y emociones infantiles.

No es casual que se diga que la vida es un proceso en el que, se supone, debemos “madurar”. Que lleguemos a la vejez y la nombremos “madurez”.

miércoles, 8 de junio de 2011

Capitalizar las experiencias


Cuando uno termina la secundaria se habla de “salir de la burbuja” o “salir al mundo”, porque, al entrar a la facultad y/o al trabajar, se comienza a transitar nuevos ámbitos, desconocidos hasta el momento. Inevitablemente, uno tiene que desplegar la artillería de herramientas de las que dispone para relacionarse, desenvolverse, desarrollarse, formarse, en lugares nuevos y con personas nuevas, que pueden parecerse o no a las que uno ya conoce. Antes de esto, los espacios de pertenencia de uno son básicamente la casa y la escuela. Ese es el mundo de cada uno; y la percepción del universo que se configura en cada cual parte de esta realidad y está pegada a ella.

¿Por qué la variedad de experiencias y ámbitos que uno transita en la vida, decimos, nos enriquecen? ¿Por qué sostenemos que la posibilidad de haber ido a un campamento escolar, de asistir a los cumpleaños y reuniones de amigos, los ratos en el club, los viajes, las salidas al teatro y al cine, entre otras cosas, aportan a lo que llamamos nuestra cultura general y miman nuestro espíritu? Porque amplían esa cosmovisión, indefectiblemente, haciendo entrar en ella gente distinta, sensaciones diferentes, lugares extraños hasta el momento. Como consecuencia, nuestra perspectiva de las cosas se vuelve más abierta, más compleja y menos parcial.

Esto es así, siempre y cuando se capitalicen las experiencias en cuestión. Por vivir situaciones novedosas y variadas, conocer mucha gente o haber transitado distintos espacios a lo largo de nuestra vida, no nos pasan necesariamente las cosas maravillosas que he mencionado. Hay un sujeto de por medio que puede aprovechar o no, interiorizar o no esas oportunidades que la vida le va presentando; que puede procesar y elaborar la vida misma de una forma u otra, conservando o descartando aprendizajes y emociones según una multiplicidad de factores imposibles de enumerar.

Las experiencias que vamos teniendo nos nutren, pero inevitablemente sesgan nuestra mirada. Y es preciso enriquecerse con nuevas experiencias para ir tramando una cosmovisión particular y una opinión y perspectiva sobre cuestiones determinadas (aquellas en las que uno tiene experiencia) lo más completa, abierta y sorprendente posible.


Mi experiencia laboral personal se resume en siete años de trabajo docente en Jardines de Infantes privados, bilingües. Puedo decir que son muchos los conocimientos que tengo al respecto, así como los recuerdos y sentimientos que me acompañan gracias a esos años. Son muchos, pero al mismo tiempo, pocos y finitos.

Hoy la vida me pone en una situación privilegiada para mí, en la cual puedo conocer las escuelas (y, particularmente, los Jardines de Infantes) de Capital Federal, Gran Buenos Aires, y muchísimas localidades del interior del país. En definitiva, un pantallazo general del sistema educativo de Argentina, desde adentro y en contacto con sus actores principales.

Esto me genera una gran alegría y un disfrute constante, que, además de enriquecer y complementar mi perspectiva acerca de la escuela y los Jardines en especial (lo que más conozco), me invita a ESTAR en los momentos y lugares de las capacitaciones que voy dando, interactuando con los docentes y directivos en los proyectos que vamos llevando a cabo en conjunto. Me invita a vivenciar y encarnar estas instancias como algunas veces olvidamos hacer con las cosas (cuántas veces estamos de cuerpo en un lugar y no lo vivenciamos ni lo encarnamos con la mente y la emoción).

Para mí es muy especial la oportunidad que la vida me está presentando y lo quería compartir en esta nota.

viernes, 22 de abril de 2011

Ser Maestra Jardinera, y yo como Maestra, en un Jardín particular

Cada trabajo tiene sus particularidades, pero ser Maestra Jardinera, no es siquiera parecido a nada. Naturalmente, uno establece comparaciones entre una labor y otra, en cuanto al cansancio que implica, el nivel de compromiso que requiere, el agotamiento mental o físico, la cantidad de horas que uno debe pasar haciendo la tarea, el tipo de actividades que tiene que desarrollar en tal o cual puesto. Sin ánimos de creerme una experta en el asunto, ser Maestra Jardinera no es parecido a nada. No pierdan el tiempo poniéndolo en la balanza con otros trabajos que nada tienen que ver con esta profesión.  No lo digo para bien ni para mal. Son, sencillamente, cosas distintas.

Seis años en el Nivel Inicial, junto con una auto-exigencia particular, me dan crédito para decir que el nivel de energía que se pone al estar frente a una sala es muchísimo. Y es un nivel de energía sostenido a lo largo de todas las horas que se está allí. Siempre a tope y siempre constante. Hablo de la energía que día a día se juega en el estar, el enseñar, el contener, el acompañar a chicos menores de cinco años.

El grado de compromiso mental y físico en la tarea, tienen como consecuencia un agotamiento parcial de todas las funciones útiles del cuerpo y la mente de una persona, que tardan horas y siestas en recuperarse. Compromiso por la responsabilidad que conlleva estar a cargo de tantos chicos, compromiso de tener una parte nada menos que de su formación y educación en tus manos, compromiso de tener que poner el cuerpo a cada momento y siempre en función de ellos.

La enorme responsabilidad que se tiene como maestra jardinera, se carga como una mochila de la cual se está orgulloso, pero pesa. Responsabilidad sobre sus vidas, acciones, conductas y estados de ánimo durante muchas horas del día. Responsabilidad de poder ser agente que ofrezca oportunidades únicas de aprendizaje, con actitud inclusiva y acogedora.

Interesante es la postura que uno tiene que sostener, mostrar y mantener estando en contacto con tanta gente diversa, a la cual gustar, convencer, reconfortar, rendir cuentas, divertir, respetar, valorar… padres, chicos, directivos, dueños, jefes, ayudantes, colegas, cocineras, que hacen que uno tenga que estar casi siempre (si no siempre) con una sonrisa de oreja a oreja, comunicativa, feliz y de pie, durante todas las horas en que una es Maestra y no tanto persona…

La libertad que uno experimenta puertas adentro, en la sala, es irrepetible. Y bien ejercida, es un regalo del cielo y una gran herramienta para hacerles mucho bien a los chicos y aportar positivamente a su crecimiento y desarrollo.

La satisfacción de parte de una sonrisa a los 2, a los 3, a los 4, a los 5… es inigualable. Edades donde las sonrisas no se regalan ni se fingen, sino que se brindan en todo su esplendor cuando se siente felicidad. Y la Maestra está sembrando felicidad en los chicos, a través de cuentos, de títeres, de rondas, de juegos. A través de su dedicación. Todo esto le es devuelto en sonrisas y” te quieros” de parte de la más pura niñez que abraza.

Cada uno de estos párrafos está, en mi caso, acompañado de un sinfín de imágenes mentales concretas, recuerdos, emociones, sensaciones. La memoria también se ejercita siendo maestra jardinera. Listas enteras de chicos que aún rememoro, con nombre y apellido, y, sobre todo, con sentimientos, carácter, particularidades, personalidades… miles de corazoncitos que pasaron por la sala de 4 con la Seño Cami en algún remoto año o hace poquito, y dejaron una huella en mí, tanto como yo en ellos.

Unas cuantas colegas aún siguen ejerciendo el oficio y no puedo dejar de admirar. Personas a cargo de dirigir, administrar, manejar, rumbear y sostener la institución-jardín desde la cabeza, siempre hicieron su trabajo con la pasión, el interés y el profesionalismo que la tarea requiere.
Y, cada día, estos colegas, directivos, secretarias pusieron UN POQUITO MÁS que todo esto. Ese “poquito más” que solo conocemos las maestras jardineras o quienes trabajan en un jardín.
¿De qué está conformado ese plus? Imposible explicarlo. Algunos ingredientes principales son: la buena predisposición, la actitud, la inagotable energía de todo un grupo de laburadores con buenas intenciones…


Yo amo al Jardín de Infantes Hölters porque me permite hoy escribir todo esto, con cariño, y sintiéndome aún parte de él. Quiero rescatar el sentimiento de pertenencia. ¡Qué bendición que una institución educativa sea un lugar de pertenencia para quienes pasan por ella! Porque, no me cabe duda, los chicos y familias que transitan el jardín año a año deben sentir lo mismo que yo estoy expresando. Y eso es lo más fantástico que puede brindarles la escuela a los niños y a la comunidad.

Desde que fui a una primer entrevista con mi CV bajo el brazo (y esto no me lo olvido más), sentí que ese era MI lugar. El verde de las hojas, del pasto, los caminitos, los cientos de árboles que allí están plantados, me hicieron desear quedarme. No me equivoqué; era mi lugar, y pude disfrutarlo y quererlo todos los años que allí me desempeñé como docente.
Después de mucho tiempo sigo admirando el verde, las flores, el amarillo del otoño, el rocío de las mañanas en el parque y el sol en las grandes ventanas de las salas. Pero me doy cuenta que eso no significa nada (ni hubiera significado en un principio), si no se jugara una energía y un clima afectivo tan especial, como el que se juega todos los días en ese predio.
No me equivoqué. Ese fue mi lugar y lo seguirá siendo, de diversas maneras. Guardo los mejores recuerdos y una experiencia vivida y capitalizada, que llevaré conmigo eternamente y con orgullo.

domingo, 20 de febrero de 2011

El rol que nos toca ocupar

Existen casos en los que los adultos se olvidan que los chicos son chicos, nada más y nada menos; chicos que exageran las cosas, a veces inventan detalles o episodios completos, distorsionan la realidad en su favor, sin saber, por supuesto, que pueden causar algún lío o decir a veces cosas “graves”.  Me parece que es el padre/madre/tutor quien debe discernir en el momento que no estuvo presente y los niños comentan acerca de alguna cuestión sucedida en su ausencia. Pienso que sería importante resolverlo hablando de igual a igual con el adulto a cargo, sin desatender lo que el niño pueda llegar a manifestar, pero no atacando a priori… poniéndose en el lugar de quien cuida y educa a ese niño; poniéndose a la altura de esta persona, y no de su propio hijo.

Creo que tiene que ver con una falta de reconocimiento de autoridad. Porque, en su ámbito, la niñera, la docente, el padre, o quien sea que esté siendo en ese entonces responsable de los niños, son autoridad, y debería respetárselos como tal. Aparte de ser autoridad, son adultos, son pares y complementarios en la educación de los chicos, y no están a la altura de ellos.

Es todo una cadena de cuestiones, la cual desemboca, por ejemplo, en el corrimiento del rol que, como adultos, debemos ocupar. En darles mayor poder de decisión a los niños, de la que se debería (por el bien de ellos).

Hay cosas que un chico no puede ni debe decidir… aunque quiera. Con ese “querer”, está buscando seguramente hacerse notar, pero, a la vez, lograr que alguien le ponga límites y tome las riendas del asunto, decida por él, librándolo de esa responsabilidad que no le compete… pudiendo vivir así, su niñez en plenitud.

Es muy importante que los chicos sean cada vez más autónomos e independientes, y no solo en lo que hacen, sino también en lo que piensan, opinan, dicen y deciden. Pero estamos hablando de una progresiva autonomía. Cuidada autonomía. Contenida autonomía. Progresiva adquisición de HERRAMIENTAS para comportarse como ciudadano responsable, acorde a la edad que estén transitando.

Es grande el daño que puede causarse a un niño, en caso de otorgarle un poder de decisión exagerado, el cual no puede manejar aún. No es éste el rol que debe ocupar un niño en una familia, en la escuela, en cualquier ámbito en que se desempeñe y haya adultos alrededor. Y al no estar ocupando el lugar que debería, no estará creciendo sanamente o plenamente, dado que será él quien se sienta perdido, angustiado o falsamente omnipotente, mientras el adulto en cuestión quiera sostener que fue buen padre, buena madre, buen maestro o maestra, por haberle dado esa oportunidad.